martes, 4 de enero de 2011

Tierra dulce


Últimamente, me cuesta asumir las cosas. Siempre he creído que la palabra resignación es preciosa, pero que en la realidad es detestable y debo resistirla. Me autoengaño. Llevo ya un tiempo en tal estado, con miradas a media luz, escondiendo mis verdades en una caja, bien guardadas, creyendo que algún día saldrán a recordarme lo que, en verdad, soy.

Me autoengaño en cada esquina del tiempo; en cada nuevo aliento de temporada. Me autoengaño con nuevas ilusiones, con la imaginación, con sentimientos, con la ficción, con Internet, con las palabras, con los discursos, con el amor, con la coquetería, con el alcohol, con la música, con los viajes, con mis expresiones, con mi pasión...

Si el miedo nos paraliza, yo intento mover todo aquello que lo rodea, como si mis más fuertes temores fueran a alterarse, por ello. Lo más duro del conformismo es negarlo, merendárselo, maquillarlo. Lo más duro del disfraz es quitárselo e intentar romperlo tras muchos años. Como si de una segunda piel se tratase, se queda pegado al cuerpo y se resiste a dejarlo tan fácilmente, al abrigo de las cosas hechas y de épocas sin sueños, parcialmente negadas.

Y de repente suena el teléfono, ves a alguien después de cuatro años o simplemente, pierdes el tiempo y comienzas a maquinar de nuevo la estructura de tu vida, como si todos estos años hubieran sido tan solo una preciosa mentira. Entonces hay un desdoblamiento y eres dos personas por un tiempo, comienza una lucha feroz y encarnizada en tus entrañas.

Hay batallas que parece que van a poner fin a tanta sangre, pero la guerra se prolonga tanto que muchos temen que sea así para toda la vida.

En ocasiones, ambos bandos acaban por fundirse. Entonces, uno se duele por su viejo espejismo y el otro llora por las firmes ataduras que le ha creado el paso de los días. A veces todo se acaba así. Con una mentira azucarada, pero despiadada, una crítica guardada, por la espalda, que duele, pero es placentera... tierra dulce, pero tierra.

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