miércoles, 3 de marzo de 2010

Espejos

Se miró en el espejo y recordó aquella frase que su padre repetía cuando era pequeña: ¿Quién es la niña más guapa del mundo?

Todos esos años, lejos de buscar en su imagen la perfección, esta costumbre previa a los momentos del sueño, hizo que aceptara cada detalle de su cara, de su cuerpo, de sí misma.

Y comprendió la razón: aquello era una demostración diaria de amor, una forma de decirle “tú estás por encima de todas las cosas, al menos para mí”; el físico solo es el reflejo del espejo, incapaz de atisbar un milímetro de lo que en realidad eres.

Entonces la vio. Era una niña delgada, de unos cinco años, con la cara llena de pecas. Tan inocente como la lluvia que había caído esa tarde; incapaz de albergar el más mínimo indicio de maldad en su interior. Sonreía a cada instante, parecía despierta, pero, sobre todo, incalculablemente feliz. Al lado, su padre, con una sonrisa a caballo entre la ironía y ternura; figura de la responsabilidad, la alegría, el cariño, la autoestima y la seguridad.

Consideró también que uno no puede escapar a sus raíces; no debe, pues de algún modo, siempre volverá al lugar donde creció; a aquellos años, a aquellos ambientes, a aquellos olores, a aquellos sabores, a aquellos rincones. Últimamente todas esas sensaciones se presentaban en sus noches, tan vivas como los esfuerzos en el trabajo, como la humedad de Madrid aquellos días.

Cerca del cuarto de siglo, rondó por su cabeza la idea de que en el mundo de “los mayores”, todos eran un poco malos y así se refleja en la sociedad, espejo de los valores que subyacen del más puro individualismo. Lo interpretó como una forma de cobardía, pensando -¡claro, así es más fácil; de modo que podemos culpar al enemigo de lo que no queremos ver en nosotros mismos!

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