
A pesar de que me abriga, por encima de lo que muchas veces lo hacen otros, la culpo cuando llega el momento de abrazarla. Llego a ansiarla y necesitarla, pero llegar hasta ella supone inevitablemente enfrentarse al, para mí, peor momento del día.
Ella, silenciosa y comprensiva, me acompaña cuando hablo con mis miedos, todos concentrados en este momento del día. Ausente, me aboca a aceptar la soledad y quitarme vendas del paso de los días.
Es un poder mágico el de la noche; todo en ella es distinto. Al menos para mí. No siento las mismas vibraciones, ni estoy dispuesta a aceptar las mismas cosas. En cierto modo, al tiempo, soy otra y soy más yo. Soy lo que escondo, contra lo que lucho; pero esas cosas también forman parte de mí.
De todos modos, cada día, está más bonita y la cuido con más esmero. La rodea el desorden y el caos de mi espíritu; muchas veces, soporta el peso de los días, del tiempo, los cambios y los objetivos obligados. Y a pesar de ello, resiste, contempla con mirada impasible y siempre entregada, cómo pierdo momentos o al contrario, cómo disfruto plenamente de ellos.
¿Eso es la vida no?